sábado, 26 de mayo de 2012

EN LA CALLE ANDONAEGUI


¿Sabe que Gabriela está viviendo en mi casa? Me pidió que la dejara un tiempo refugiarse aquí. Igualmente, está yendo a trabajar. En los ratos en que me quedo solo reflexiono sobre todo lo que me ha contado. No me gustaría albergar vivillos. A juzgar por su relato, al departamento de la calle Andonaegui entraron sin forzar la puerta. Es evidente que quien lo hizo tenía un juego de llaves. No ha llamado a la policía. Tampoco quiere radicar la denuncia por temor, pues –sostiene- que pueden favorecer a su perseguidor o perseguidora.
Pienso que su situación aquí no se puede extender más de allá de una semana.
Hablé con mi amigo Olivera Báez. Decidimos ir los dos hasta el departamento y ver qué hay de cierto en todo lo dicho.  
Le voy a contar una parte de lo que ocurrió hoy. 
Quedé en encontrarme, esta mañana, en Andonaegui y Juramento, alrededor de las 10. Como me quedé dormido e Hilda había salido ha efectuar unas compras al supermercado, tuve que sacar el Morgan y viajar hasta la Capital. Debo reconocer, que a pesar de los largos años que tiene, el coche funciona una maravilla. José Cittadini, el mecánico de Beccar, me lo mantiene a punto. Él fue quien lo reparó, le hizo nuevo el motor y hasta fabricó un par de piezas que le faltaban, cuando rescaté el automóvil  de un garaje de la calle Sánchez de Bustamante, en un estado deplorable.
Sigue aquí el día neblinoso y húmedo. Antes de salir tomé las llaves de Gabriela, mientras ella dormía. Igualmente, no se asuste, el tema estaba conversado con la joven. Siguiendo la avenida Centenario, llegué bastante rápido a Juramento y Andonaegui. Allí, en la esquina, de la derecha divisé la silueta escuálida y larga de Olivera Báez. Subió al coche y mientras buscaba un lugar para estacionar, me dijo:
-Che vos siempre con este auto de colección. Con esta máquina llamamos la atención  en cualquier parte. ¿No pudiste tomar el tren?  Así disimulamos un poco….Andá a saber si nos encontramos con algún matón o algo así…  
Tenía razón, pero tener a Gabriela, una desconocida para mi, en la casa me cansaba un poco. Era menester verificar qué había sucedido y llevarnos algunas cosas, de ser cierto los hechos contados.
Llegamos al edificio. Mientras Olivera Báez obtenía información por el lado del encargado del edificio, yo entraba al departamento. Le garanto que el lugar había sido revuelto. Eso era evidente. En la cocina habían escrito alusiones al cuerpo de Gabriela. No había obscenidades, tampoco usaron un lenguaje vulgar. Por el contrario, parecía un verso de Baudelaire. Lo anoté.
A todo esto Olivera Báez interrogaba al encargado, haciéndose pasar por inspector de la policía federal. Cuando aparecí por las escaleras, mi amigo se despidió del hombre. Al salir me dijo:
-Acá hay cosas que no se entienden bien. No es la primera vez que le dan vuelta la casa a la piba-
Me sorprendió, su afirmación.
-El tipo me dijo que –continuó mi amigo- en ese departamento han sucedido cosas extrañas. Desde el supuesto suicidio de la madre, hasta incendios y peleas en el pasillo.
-¿Te dio mas datos?- pregunté.
- Mirá, nadie se suicida en cuatro pedazos con una motosierra.
En silencio, subimos al Morgan y nos alejamos raudamente del lugar rumbo a San Isidro.

viernes, 25 de mayo de 2012

22 DE MAYO


Ud. no me lo va a creer. Pero estoy sorprendido por como ha ocurrido todo. Hilda me dice que acá hay gato encerrado. Ella es así. Suele ver cosas raras y echar culpas por doquier. Cuando cursaba el cuarto año del colegio secundario, entró a trabajar en mi casa. Me conoce muy bien y la dejo que se explaye en sus opiniones porque, al fin y al cabo, es como si fuera parte de mi familia. 
El martes, alrededor de las 20, tocaron el timbre de mi casa. Hacía una noche horrible. Llovía poco pero de manera persistente. Mi empleada, que es ama de llaves, cocinera y hasta jardinera (lo que se dice una persona multifunción) abrió la puerta.
La penumbra de la calle dibujó la figura de una mujer joven. Pidió verme con urgencia. Hilda le dijo que estaba ocupado en el taller, con unas pinturas. La muchacha insistió, agregando que era la hija de Mabel Gandini. Hilda, porfiada, reiteró que estaba ocupado y que no podía atender ni aún a la reina de España. Como se inició un alboroto, los sollozos de una,  los gritos de la otra y los ladridos de Trajano, el perro, me hicieron bajar del altillo.
Vivo en una casa grande, heredada de uno de mis abuelos. Muy señorial, data de los años 30. El mobiliario, que Hilda mantiene impecablemente, es el originario de la casa, en su mayor parte de jacarandá.
Cuando bajé, me dispuse a atender a la chica. Dijo llamarse Gabriela y estaba en mi casa porque andaba en problemas. No la conocía y no tenía ganas de resolverle la vida a nadie. Además de qué manera podía solucionar las cuestiones de alguien que, hasta ese momento, era una completa intrusa. Estuve a un tris de sacarla a patadas de mi casa y en cuestión de segundos temí lo peor ... una suerte de caballo de troya que habilitara el ingreso de delincuentes. El punto es que mencionó ser la hija de Mabel Gandini. Ignoraba, que Mabel –a quien conocí cuando hacía de modelo vivo en mis épocas de estudiante de dibujo y pintura- tuviera una hija. Pasaron muchos años y era factible que así fuera. Me mostró una foto de ella con su madre.
La muchacha, a quien nunca vi en mi vida, hizo una descripción precisa de mi casa. Fíjese lo admirable de esta situación. Empezó señalando varios cuadros que, en su tiempo adquirieron mis abuelos, precisando sus características y autores. Indicó un paisaje pintado por Bernaldo de Quirós y las dos acuarelas de Pío Collivadino. Ello llevó a convencerme que era, efectivamente, la hija de Mabel.
Su madre vivió un tiempo en esta casa y conocía en detalle las pinturas. Yo mismo le expliqué los misterios que encerraban aquellos cuadros. Su estancia aquí no fue larga. Nuestra vida bohemia de aquellos estudiantiles días, deshizo el tórrido hechizo y cada uno, luego, prosiguió por su lado. Hilda, también la conoció. La casa es grande y permitía que, mi hermana mayor, Mabel y yo compartiéramos el mismo techo.
A esta altura Ud. se preguntará qué hacía Gabriela Gandini en mi casa. Fue lo que me propuse averiguar. 
Hilda preparó la cena. Durante la comida me narró los pormenores de su vida. Me contó que Mabel estuvo internada en un neuropsiquiátrico y que luego de un tiempo se suicidó. También me dijo que, su madre, en los periodos de lucidez, le decía que, en caso de algún inconveniente serio, acudiera prestamente a mi, pues era la única persona realmente confiable que había conocido en su "miserable vida". El hecho es que, esa mañana, cuando volvió a su departamentito de la calle Andonaegui lo halló todo revuelto. El dinero no se lo habían robado. Sin embargo, el faltante de algunas prendas y una inscripción en la pared la obligaron a buscarme.
Hilda, que escuchaba todo lo que conversábamos, mostraba su cara de desaprobación, mientras recostaba su cuerpo huesudo sobre el marco del pasillo que conduce a la cocina.

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